Los misterios del imperio perdido se instalan en París antes de visitar Berlín y Londres
El cruce de caminos entre lo real, lo mítico, lo artístico y lo literario en torno a los insondables misterios de Babilonia se ha instalado a lo grande entre las paredes del Museo del Louvre. La exposición Babylone permanecerá en París hasta el 2 de junio, antes de viajar al Museo Pérgamo de Berlín, primero, y al British Museum de Londres, después.
Se trata de descubrir lo que fue Babilonia entre los años 2000 y 75 antes de Cristo, fecha del último texto de la escritura cuneiforme. La muestra también intenta demostrar cómo la historia de Babilonia se prolonga a través de la tradición bíblica, de los textos de Herodoto o Estrabón, cómo los padres de la Iglesia la transforman en el reino de Satán, capital apocalíptica de todos los vicios. O cómo para Lutero es el espejo de la Roma corrompida de su época, centro cósmico de un poder temporal y espiritual vendido al diablo.
El ambicioso y fascinante conjunto de piezas desplegado en el Louvre describe, entre otras cosas, cómo el episodio de la torre de Babel -todo un desafío a Dios antes del XVI- cambia de signo y es una proeza de la razón y de la inventiva humana en el XVIII. Luego, durante el romanticismo, lo que seduce de Babilonia es su condición de imperio perdido, desaparecido, del que ni tan sólo quedan, tras tanto esplendor, unas ruinas.
La literatura, la pintura, el teatro o la ópera hacen revivir Babilonia, que resurge de debajo de toneladas de tierra y cascotes a partir de 1899, cuando los arqueólogos alemanes cierran el círculo y rescatan de las entrañas de la tierra la puerta de Ishtar, el templo a Marduk, los fundamentos del zigurat en que se fundó la leyenda babélica así como parte de la muralla de Nabucodonosor II. El cine también tiene su hueco en la aventura babilónica del Louvre, recordando cómo Griffith, en Intolerance (1916), hace revivir la ciudad a partir de los hallazgos y trabajos de los alemanes Robert Koldwey y Walter Andrae.
La exposición reúne casi 400 obras procedentes de colecciones de 14 países. La calidad de lo agrupado es dispar, pero su interés es indiscutible. El todo es coherente y estimulante. A veces, la síntesis entre deseo de conciliar mito y ciencia lleva a explicaciones formidables. El jesuita Athanasius Kircher explica e ilustra con sus cálculos y dibujos que Dios provocó el hundimiento de la torre de Babel porque, de haber sido esta aún más alta, su peso habría hundido la corteza terrestre, perforado el planeta y provocado el fin del mundo. Una vez más, Dios escribe recto con renglones torcidos.
La gran estela de basalto negro que contiene el célebre código de Hammurabi preside la primera sala. Es lógico, pues Hammurabi, con su reinado de 43 años de duración, es el fundador de un prestigio que ya ha durado casi 4.000. Reunió distintos pueblos, construyó y, sobre todo, dotó a su imperio de una ley común, el ya mencionado código. Durante siglos, los reyes querrán ser como él, se inspirarán en su figura de guerrero, jurista y urbanista.
Las pequeñas esculturas de carácter votivo, las joyas, un cetro de ónice, un cofre de terracota, sellos y estelas nos conducen hasta la sala de relieves de ladrillo vidriado. Son obras impresionantes, reconstruidas a partir de las acuarelas de Walter Andrae.
Luego, tras el momento de máxima expansión del que se nos ha transmitido una concepción de la historia, los diccionarios multilingües, descubrimientos científicos -el círculo dividido en 360 grados, el año en 12 meses-, una iconografía, leyes y una concepción arquitectónica, el amor por Babilonia se hace asfixiante. Alejandro Magno la conquista en el año 330 antes de Cristo y su admiración le lleva a helenizarla. El mito va a permanecer pese a que los partos y los romanos lo transforman en una realidad provinciana.
San Agustín confrontará Jerusalén, la ciudad de Dios, a Babilonia, la ciudad terrestre, la capital del orgullo y la confusión. La tradición judía no perdona tampoco a Nabucodonosor II el haber destruido Jerusalén. Todos celebran su hundimiento.
Benjamín de Tudela escribe hacia 1170: "Hoy las ruinas del palacio de Nabucodonosor son inaccesibles, y guarida de dragones y bestias venenosas". Hans Leonhardt Rauwolff, en 1574, no se queda atrás, al acercarse a las ruinas del edificio que "los hijos de Noé pretendieron hacer llegar hasta el cielo" pero renuncia a explorarlas ante "unos insectos que son, dicen, como nuestras lagartijas pero mayores y con tres cabezas". Para el utopista Étienne-Louis Boullé (1728-1799), la torre babilónica es un símbolo de fraternidad humana y, desde su filiación masónica, propone erigirle un monumento en pleno desierto, símbolo de una lejana edad de oro. La Babilonia del Louvre es menos remota y merece la visita.
El ambicioso y fascinante conjunto de piezas desplegado en el Louvre describe, entre otras cosas, cómo el episodio de la torre de Babel -todo un desafío a Dios antes del XVI- cambia de signo y es una proeza de la razón y de la inventiva humana en el XVIII. Luego, durante el romanticismo, lo que seduce de Babilonia es su condición de imperio perdido, desaparecido, del que ni tan sólo quedan, tras tanto esplendor, unas ruinas.
La literatura, la pintura, el teatro o la ópera hacen revivir Babilonia, que resurge de debajo de toneladas de tierra y cascotes a partir de 1899, cuando los arqueólogos alemanes cierran el círculo y rescatan de las entrañas de la tierra la puerta de Ishtar, el templo a Marduk, los fundamentos del zigurat en que se fundó la leyenda babélica así como parte de la muralla de Nabucodonosor II. El cine también tiene su hueco en la aventura babilónica del Louvre, recordando cómo Griffith, en Intolerance (1916), hace revivir la ciudad a partir de los hallazgos y trabajos de los alemanes Robert Koldwey y Walter Andrae.
La exposición reúne casi 400 obras procedentes de colecciones de 14 países. La calidad de lo agrupado es dispar, pero su interés es indiscutible. El todo es coherente y estimulante. A veces, la síntesis entre deseo de conciliar mito y ciencia lleva a explicaciones formidables. El jesuita Athanasius Kircher explica e ilustra con sus cálculos y dibujos que Dios provocó el hundimiento de la torre de Babel porque, de haber sido esta aún más alta, su peso habría hundido la corteza terrestre, perforado el planeta y provocado el fin del mundo. Una vez más, Dios escribe recto con renglones torcidos.
La gran estela de basalto negro que contiene el célebre código de Hammurabi preside la primera sala. Es lógico, pues Hammurabi, con su reinado de 43 años de duración, es el fundador de un prestigio que ya ha durado casi 4.000. Reunió distintos pueblos, construyó y, sobre todo, dotó a su imperio de una ley común, el ya mencionado código. Durante siglos, los reyes querrán ser como él, se inspirarán en su figura de guerrero, jurista y urbanista.
Las pequeñas esculturas de carácter votivo, las joyas, un cetro de ónice, un cofre de terracota, sellos y estelas nos conducen hasta la sala de relieves de ladrillo vidriado. Son obras impresionantes, reconstruidas a partir de las acuarelas de Walter Andrae.
Luego, tras el momento de máxima expansión del que se nos ha transmitido una concepción de la historia, los diccionarios multilingües, descubrimientos científicos -el círculo dividido en 360 grados, el año en 12 meses-, una iconografía, leyes y una concepción arquitectónica, el amor por Babilonia se hace asfixiante. Alejandro Magno la conquista en el año 330 antes de Cristo y su admiración le lleva a helenizarla. El mito va a permanecer pese a que los partos y los romanos lo transforman en una realidad provinciana.
San Agustín confrontará Jerusalén, la ciudad de Dios, a Babilonia, la ciudad terrestre, la capital del orgullo y la confusión. La tradición judía no perdona tampoco a Nabucodonosor II el haber destruido Jerusalén. Todos celebran su hundimiento.
Benjamín de Tudela escribe hacia 1170: "Hoy las ruinas del palacio de Nabucodonosor son inaccesibles, y guarida de dragones y bestias venenosas". Hans Leonhardt Rauwolff, en 1574, no se queda atrás, al acercarse a las ruinas del edificio que "los hijos de Noé pretendieron hacer llegar hasta el cielo" pero renuncia a explorarlas ante "unos insectos que son, dicen, como nuestras lagartijas pero mayores y con tres cabezas". Para el utopista Étienne-Louis Boullé (1728-1799), la torre babilónica es un símbolo de fraternidad humana y, desde su filiación masónica, propone erigirle un monumento en pleno desierto, símbolo de una lejana edad de oro. La Babilonia del Louvre es menos remota y merece la visita.
O.Matí .Elpaís